Domingo IV de Cuaresma – Ciclo C (Lucas 15, 1-3. 11-32)
Este domingo la liturgia cuaresmal ofrece a nuestra meditación una de las parábolas más hermosas del evangelio: la parábola del Padre y sus dos hijos. Parábola que, seguramente, hemos leído y meditado muchas veces, pero que siempre que nos acercamos a ella toca de modo nuevo nuestro corazón. De entrada, es bueno recordar que el auténtico protagonista de la parábola es el Padre, cuyo proceder Jesús pone como razón última para explicar su comportamiento con publicanos y pecadores cuando es criticado porque “acoge a los pecadores y come con ellos”. Todos hemos sido en un tiempo el hijo pequeño y en otros momentos el hijo mayor: pero la llamada fundamental de la parábola es a comprender la misericordia del Padre y a sentirnos acogidos por ella.
Quiero poner la atención en un versículo que me parece central en el relato de Lucas: es el versículo 20. Dice así: “Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”. ¡Qué bien nos puede hacer saborear una a una esas palabras!
“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio”. El hijo está lejos, no sólo físicamente, sino vitalmente: su corazón aún no conoce la capacidad de misericordia del padre. ¿Cómo es posible que el padre vea en la lejanía al hijo que se acerca? En primer lugar, porque el padre ha salido de la comodidad de la casa a la intemperie del camino, y seguramente salió ya desde el día siguiente a la partida dolorosa del hijo. En segundo lugar, porque, como hemos experimentado también nosotros, cuando esperamos a alguien nuestro deseo de acogerlo aumenta nuestra sensibilidad para reconocer cualquier gesto de acercamiento.
“Echando a correr”. ¡Qué contraste entre el caminar del hijo que vuelve y el correr del padre que espera! El caminar del hijo es aún lento, lleno de dudas e incertidumbres, como intentando alargar el difícil momento y tiempo de la confesión. El caminar del padre, mayor en años y menor en fuerzas, no es caminar sino “correr”: tiene ganas de abrazar, de manifestar su cariño y su misericordia, de acabar con aquella pesadilla de la ausencia del hijo y del dolor causado por esa ausencia. El remordimiento del hijo hace su caminar lento; la alegría del padre por el reencuentro con el hijo acelera su paso.
“Se le echó al cuello y lo cubrió de besos”. Todo es exceso, el exceso del amor apasionado. No sólo le abrazó, no esperó a que el hijo tomara la iniciativa: “se le echó al cuello” y así cortó de raíz cualquier duda del hijo e incluso le impidió pronunciar el discursito de justificación preparado. “Lo cubrió de besos”: no sólo un abrazo, no sólo un beso, sino un beso por cada día de angustia, de separación, de dolor ahora felizmente concluidos.
Darío Mollá SJ
Comments