En este II domingo de cuaresma, el Señor lleva a tres de sus discípulos a un monte elevado para revelarles Su rostro más auténtico. El que resplandece, enamorado del proyecto del Padre; el que contagia pasión por el prójimo; el que quiere iluminar hasta lo más hondo del ser de la comunidad.
Junto con la voz del Padre, que confirma la misión, las figuras de Moisés y Elías aparecen –conversando con Jesús-, en una actitud de reverencia al transfigurado.
No sería extraño que también nosotros reaccionáramos con temor a esta escena: nos sigue costando poner a Jesús en el centro de nuestras vidas y comunidades. Nos resistimos a que sea Él la única y decisiva Palabra.
Biológicamente estamos configurados para preservar la vida y conjurar la muerte. Como personas de la comunidad humana preservamos la memoria de nuestros mayores, consolidamos costumbres y progresamos en los más diversos campos, ‘pasamos la posta’ a nuevas generaciones, aspirando transcender.
Como comunidad cristiana… tememos asumir la tensión y los conflictos que trae consigo la fidelidad al evangelio. Clausuramos debates, evitamos alternativas, preferimos las adhesiones rutinarias al riesgo de lo inexplorado. Nos dejamos ganar por el individualismo, la solidaridad o el pragmatismo exagerado.
Tarde o temprano, todos corremos el riesgo de instalarnos. De buscar un refugio sereno, sin sobresaltos: buscar una atmósfera agradable, saborear un viaje placentero, asegurarnos un fin de semana reposado. Por lo demás, hay un modo de tentación oculto que, al modo de Pedro, pretende instalarse en el bienestar, procurando ‘bautizarlo’ como consolación.
Volver a escuchar a Jesús, será caer en la cuenta que la plenitud no se asemeja al conformismo, que ninguna experiencia que nos aísla del prójimo es auténticamente cristiana (ni siquiera humana, me atrevería a decir). Reconocerlo resplandeciente equivale a desinstalarnos del egoísmo y vivir más atentos al llamado que nos llega desde los más desvalidos de la sociedad.
Mariano Durand SJ
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