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Ser la mano del Señor en el hombro del que sufre

No es novedad que este tiempo de pandemia ha sido un gran desafío para todos. Nos enfrentamos a nuevas modalidades de encuentro. Nos obligó a ser creativos. Limitando los abrazos, buscamos nuevas formas de expresar nuestro afecto. Y a todo lo que implicara comunidad, lo amenazó e intentó separar. Más allá de todos estos cambios en el día a día, en mi entorno; a mí particularmente me desafió y me recolocó en otra dimensión de mi vocación y mi trabajo.


Soy médico. Me recibí en el 2016 y me especializo en medicina interna. Mis áreas de trabajo son principalmente los servicios de emergencia y pisos de internación. En éste último año me ha tocado vivir o más bien convivir, codo a codo con este virus. Recuerdo un año atrás. Marzo 2020. Donde todo era especulación, incertidumbre y miedo. Temíamos lo que podía pasar al ver lo que sucedía en otros países. Debimos adaptarnos a miles de nuevos protocolos. Readaptar nuestro pensamiento. Por un tiempo reinó la paz en los servicios de emergencia. Creo más bien por miedo, pues nadie se acercaba a ese lugar. Lo cual también era preocupante… parecía la calma antes de que se desate una gran tormenta. Poco a poco, la situación volvió a una especie de normalidad, hasta que finalmente, la ola empezó a acercarse como un tsunami y comenzó a inundar todo. Hablar del número de camas en cuidados intensivos, de la saturación del sistema de salud, son temas prácticos que sólo son la cara visible de esta enfermedad. Detrás de ese telón existen miles de historias. Decenas de rostros sufrientes y aislados. Este virus nos desafía como humanos y más aún como cristianos. En mi caso, me llevó a enfrentarme al precipicio de las posibilidades. Todo lo que había estudiado, ahora tenía un manejo diferente, porque este virus se comporta distinto a otras enfermedades que manejábamos. Y es en ese momento, en el cual estoy al borde de las opciones, donde elegir brindarle cuidados intensivos se convierte en números y estadísticas desfavorables, y entonces sigo intentando por todos los medios, maximizar todo lo que puedo el tratamiento en sala, me doy cuenta que lo que me reclama el paciente es “estar”. No dejarlo solo, es lo que pide en su mirada. Es entonces cuando recuerdo a Cristo en la cruz, preguntándose “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Y es también entonces cuando siento la entrega, y NOS pongo en sus manos.


Esta enfermedad nos humaniza por un lado y deshumaniza por otro. La oportunidad de ser la mano del Señor en el hombro del que sufre. Y por otro, personas cursando un duelo en aislamiento. Informar familiares sobre la gravedad de su padre o madre por teléfono. Despedidas ausentes. Me pregunto, ¿qué secuelas dejará todo esto? O más bien, cómo curaran tantas heridas. Aprendimos a naturalizar los números, pero cada muerte es un rostro. Es una historia. Es el vacío de tantos, que hoy sufren luego de haber visto a sus seres queridos partir en una ambulancia al hospital, sin saber que no volverían.


Y es entonces cuando me pregunto, cómo vivir la alegría del resucitado. Cuando parece que la piedra del sepulcro no puede moverse. Este tiempo de Pascua es esperanza, es recordar que la muerte no tiene la última palabra. Que esto pasará. Que cambiara. Todo cambia. Pero lo que quisiera pedir, poner en oración, es que estos cambios, obligados por lo que vivimos hoy, nos acompañen siempre. Que el peso de esta cruz no sea en vano. Y para cuando llegue al fin la alegría del resucitado, no olvidemos la empatía, para cuidarnos unos a otros. No olvidemos mirar a quien tenemos al costado. No olvidemos cuánto puede estar sufriendo una persona en soledad. No olvidemos ser compañía, abrazo, palabra de paz.


María Noel García (Ágape).





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