Lc 3, 10-18
El Evangelio de hoy —casi como llevándonos de la mano— nos acerca al corazón de Juan el Bautista: un hombre apasionado, abocado por completo a la misión que Dios le encomendó; un hombre honesto, un hombre justo.
A cada persona que se le acercaba le ayudaba a trascenderse a sí misma y a ver la realidad desde la perspectiva de Dios: al que tiene dos túnicas le sugiere que regale una; al que tiene para comer lo invita a compartir su pan; al que cobra impuestos le recomienda no exigir más de lo estipulado; y a unos soldados que lo estimaban mucho les conmina a no hacer falsas denuncias ni extorsionar a nadie.
Juan ayuda a estas personas a pensar y obrar teniendo presente al hermano y así trascender los propios intereses mezquinos —intereses que son como polillas que corro en el tejido relacional de la comunidad—. Sacándolos de su propio amor abre a quienes le escuchan a un horizonte más amplio desde el cual asumirse: el del Reino de Dios, el de aquella fraternidad humana fundada en el amor a un único Padre.
Hay un dato no menor en el Evangelio de hoy que corresponde no dejar pasar: el relato no termina con Juan. El bautista anuncia que «vendrá uno» que es mucho más que él, uno que realizará en su propia carne el ideal de fraternidad amorosa: Jesús. Él bautizará con Espíritu y fuego, Él transformará por medio del amor a todo aquél que se deje seducir por su persona y por su mensaje. Esa sucesiva atracción y seducción moldeará a tal punto el corazón creyente y amante, que lo introducirá en la intimidad misma de su Padre, en quien se realizan todas las cosas, en quien se realiza la comunidad, en quien se realiza el Reino que —aunque sin nombrarlo— predicaba Juan.
Emmanuel Vega SJ
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