Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor – Ciclo C (Juan 20, 1-9).
Ninguno de los cuatro evangelios nos cuenta el “hecho” de la Resurrección del Señor. Lo que nos narran los evangelios es el proceso de la fe en la Resurrección de los discípulos y de las primeras comunidades cristianas. Un proceso que comienza con el sencillo relato que nos presenta hoy el evangelista Juan. Un relato que tiene tres protagonistas: María la Magdalena, Pedro y “el otro discípulo, a quien Jesús amaba” que la mayoría de exégetas identifican con Juan.
Este proceso de fe en la Resurrección de Jesús comienza de un modo muy sencillo: “vieron”. El verbo “ver” es el verbo central en este evangelio de hoy: se repite hasta cuatro veces. En este relato no “ven” a Jesús Resucitado: lo que ven es un sepulcro vacío. La Magdalena “vio la losa quitada del sepulcro”; el otro discípulo que llega antes que Pedro, pero no entra “vio los lienzos tendidos”; Pedro cuando entra ve “los lienzos tendidos y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte”. Cuando entra el otro discípulo “el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó”. Ha visto lo mismo que los demás, pero cree: ha entendido lo que decía la Escritura “que él había de resucitar de entre los muertos”.
Tan sencillo como eso, tan misterioso como eso. Seguramente nosotros hubiéramos pensado en otro “modelo” de Resurrección: aparatoso, triunfal, espectacular, lleno de efectos especiales y capaz de apabullar a incrédulos y enemigos. Pero ese no ha sido nunca el estilo de Jesús: nacido en un pueblo perdido de un país insignificante, escondido durante treinta años, muerto como un delincuente en la cruz y fuera de la ciudad. Había que tener fe para creer en él como el Mesías de Dios, hay que tener fe para creer en su Resurrección.
La fe no es nunca un proceso fácil: es una gracia. Acaba el relato de hoy diciendo que “los dos discípulos se volvieron a casa”, seguramente a hacer algo tan íntimo como compartir la experiencia que cada uno de ellos había tenido esa mañana y lo que significaba. Que la fe en la Resurrección de Jesús que hemos compartido a lo largo de la historia millones de personas y que ha cambiado la vida de millones de personas haya comenzado de esta manera tan sencilla, tan íntima, tan humilde, ése es un auténtico milagro.
El discípulo que “vio y creyó” dice el evangelista que es aquel “a quien Jesús amaba”. El amor abre los ojos de la fe. Dice el refrán castellano que “ojos que no ven, corazón que no siente”; pero creo que el evangelio de hoy nos permite invertir los términos del aforismo popular y afirmar que “corazón que no siente, ojos que no ven”. Es el amor el que nos abre los ojos para ver todo lo que de “resurrección” hay en este mundo donde tan presente está la muerte.
Darío Mollá SJ
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