Con el atardecer se cierra un día cargado de experiencias exitosas. En medio de la multitud hubo curaciones, milagros, comida en abundancia y la certeza naciente de que estaban con Aquél que debía de venir. Sin embargo, este hombre, Jesús, los invita a cruzar el mar; es decir, los ayuda a no instalarse en los éxitos pasados y los mueve a adentrarse con él en la inseguridad del mar. Los discípulos y las barcas eran muchas. Nada cuesta imaginarnos a nosotros también en una de ellas. El mar está tranquilo y el principio es favorable.
¿Habrán recordado esos judíos aquella experiencia de los egipcios abrazados por las olas y sepultados en lo profundo? ¿O habrán tenido en sus mentes aquella historia del diluvio y su furor? Lo cierto es que cuando el vendaval crece y el movimiento junto con el agua se tornan inmanejables, el miedo reclama con toda su fuerza la legitimidad de su presencia absoluta. Lejos quedaron las curaciones y los milagros, pero no así la presencia de Aquél. El miedo absolutiza el peligro, entrona a la muerte como Señor y único faraón; mientras que la fe, por su parte, vuelve la vista hacia ese Jesús que no sólo habita en nuestras consolaciones y abundancias. Acaso el temor sea aquella disposición más ajustada a nuestra humanidad que se encuentra en medio de las inseguridades del mundo y abierta al Misterio de Dios. Lo sabían los antiguos habitantes de estas regiones cuando presentían la venida del trueno y la lluvia.
En el temor contemplamos cómo, en medio de nuestra indigencia, el Dios de la vida reclama para sí todo señorío. El gozo de la gran calma y del silencio nos adentra en ese otro mar -siempre inmanejable, siempre peligroso- de su misterio que nos desinstala y nos mueve al viaje comunitario de la salvación.
Ignacio Puiggari sj
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