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Tampoco yo te condeno

Domingo V de Cuaresma – Ciclo C (Juan 8, 1 – 11).


La liturgia nos ofrece este domingo una escena impresionante sobre el perdón. Ya no es una parábola, como lo era el domingo pasado la parábola del Padre y sus dos hijos, sino un hecho protagonizado por el mismo Jesús. Prestemos atención, de entrada, al solemne contexto en el que va a suceder el hecho narrado por el evangelista Juan: “… en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba”. El hecho sucede en el lugar más solemne posible, delante de mucha gente y en plena enseñanza de Jesús. Por tanto, de significación y repercusión grandes.


En el centro de la escena “una mujer sorprendida en adulterio”, hecho que nadie niega: en “flagrante adulterio”. No hay discusión sobre la culpabilidad de la mujer ni sobre la gravedad de la culpa: “la ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras”: no es ése el tema. Lo que los escribas y los fariseos pretenden, en el templo y delante de una muchedumbre, por tanto, en un escenario completamente favorable para ellos y hostil para Jesús es “comprometerlo y poder acusarlo”: la vida de la mujer no les importa nada, la dan por condenada y ejecutada. Piensan que van a coger a Jesús en fallo, porque saben de su compasión y de que es alguien que “come con publicanos y pecadores” (Marcos 2, 16) y que se atreve a decir “los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios” (Mateo, 21, 31).


Al contrario de lo que piensan sus enemigos, para Jesús lo importante no es su vida, ni salir él bien parado del aprieto, sino que lo importante, es la vida y la salvación de aquella mujer, por pecadora que fuera. Recuerda seguramente las palabras del profeta Ezequiel: “Por mi vida – oráculo del Señor Dios – que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva” (Ezequiel 33, 11). Esa voluntad de salvación es la que marca toda la acción de Jesús en la escena: desde su respuesta a los acusadores: “el que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”, hasta sus palabras finales a la mujer: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. Primero el perdón; luego la invitación a cambiar de vida. El perdón es incondicional; el cambio de vida es resultado de la experiencia de misericordia.


El evangelio de hoy nos plantea una cuestión vital como seguidores de Jesús: ¿Cómo nos situamos ante el hermano o la hermana que han pecado? ¿Dispuestos a condenar o proclives a salvar, aunque nuestra conducta nos ponga en un aprieto o sea mal entendida? ¿Nos importa más nuestro prestigio, nuestro bien quedar, o el ayudar a nuestros hermanos más débiles? Si lo pensamos, quizá también nosotros tengamos que ir dejando algunas piedras que tenemos en los bolsillos, en la lengua o en el corazón.


Darío Mollá SJ

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